Lo que aprendí sobre el duelo tras la muerte de mis alumnos en la tragedia de Germanwings
Hace 10 años, el funeral por las víctimas del accidente aéreo me enseñó que el dolor verdadero es raro, personal, casi secreto, y no se exhibe en escenas colectivas

El 24 de marzo de 2015, el instituto donde yo impartía clases fue golpeado por una tragedia imprevisible. Dieciséis alumnos y dos profesoras alemanas que habían participado en un programa de intercambio murieron en el vuelo 9525 de Germanwings, estrellado deliberadamente en los Alpes franceses.
Fui su profesor de Lengua Castellana: di clase de español a todos ellos, justo unos días antes del vuelo. Eran alumnos de intercambio que, estando en Cataluña, habían elegido aprender español.
En el centro educativo, el golpe fue brutal. Recuerdo el silencio espeso en los pasillos, los alumnos llorando sentados en el suelo, las llamadas sin respuesta, la angustia de los profesores intentando contactar con los alumnos y sus compañeras. Y después, la confirmación. El peso del duelo colectivo cayó como un manto sobre el instituto, acompañado de la presencia asfixiante de los medios.
Nos prohibieron hablar. El inspector fue claro: ninguna declaración, ningún matiz. Pero eso no detuvo a los medios. Las cámaras se agolpaban frente al instituto, esperando captar la imagen perfecta del dolor: un adolescente llorando, un profesor cabizbajo, una vela temblando en una mano. Buscaban dramatismo, y lo encontraron. No era solo información; era también espectáculo.
El dolor era real, sí. Pero se convirtió en materia prima para los informativos. El duelo, ese que debería ser íntimo y callado, fue empujado a escena.
Y en el fondo, había un matiz silencioso: los muertos no eran nuestros alumnos, eran los “otros”. Se vivió un duelo colectivo, que tenía la ventaja de acompañar el dolor… y también el riesgo de diluirlo. Aquel duelo tenía algo de espectáculo, de protagonismo sobrevenido, por más que se negase; pues el duelo auténtico —el que desgaja el alma— es raro, personal, casi secreto, uno de los dolores más atroces, tal vez el mayor, que pueden asolar al hombre, y por ello es una suerte que solo ante contadas muertes se despierte. El otro, el colectivo, a veces consuela… y a veces entretiene.
Días después, el 27 de abril, asistimos al funeral de Estado en la Sagrada Familia de Barcelona. Los profesores fuimos ubicados en un lateral, detrás de una columna, lejos de la visión de las cámaras. El protocolo había hablado: éramos secundarios, casi invisibles. Políticos de rostro grave y gesto estudiado ocupaban el centro, bien a tiro de las fotografías. Allí también estaban los Reyes, ofreciendo consuelo a todos… salvo a los familiares alemanes, colocados a nuestro lado, fuera del centro simbólico del dolor institucional.
Junto a nosotros, alejados también del foco, estaban dos jóvenes alemanes que acababan de enviudar: sus esposas, profesoras del grupo de intercambio, murieron en el accidente. También los padres de las profesoras, casi tan jóvenes como algunos padres españoles de hoy. El protocolo los había situado con nosotros, en la categoría de “víctimas escolares”, lejos de toda relevancia social. Un reparto del espacio tan revelador como injusto.
Fue entonces cuando Garrigosa, un profesor de Educación Física, antiguo religioso, alzó la voz: “¡Majestad, Majestad, quedan familiares sin saludar!”. El Rey interrumpió el protocolo, se acercó y saludó a quienes habían sido olvidados. Fue un gesto que restauró algo del orden moral que el exceso de forma había distorsionado.
Días después, se inauguró un modesto paseo de los Alemanes, con árboles plantados en su memoria. Hubo discursos, globos, cámaras. Se intentaba cerrar la herida con gestos simbólicos.
—No aconseguirem tornar-los a la vida, però sí que els recordem a través del passeig dels Alemanys. Gràcies a aquest passeig estaran sempre amb nosaltres (”No lograremos que vuelvan a la vida, pero sí que los recordaremos a través del paseo de los Alemanes. Gracias a él estarán siempre con nosotros”).
El passeig dels Alemanys, a través de su placa conmemorativa, quedaba inaugurado: apenas unos pocos metros pavimentados y flanqueados de césped y árboles, que pasarían a formar parte del paisaje engullidos por la rutina.
Los muertos alemanes, cuyos nombres figuraban en la placa que habían colocado en su honor y memoria, permanecían, como todos los muertos, ajenos a cualquier penar y reconocimiento, ajenos también a los aplausos de que eran objeto.
Ahora, 10 años después, recuerdo aquello con la distancia que da el tiempo, pero también con la claridad de quien estuvo allí. Aquel funeral me enseñó que, más allá del protocolo y las formas, hay una verdad más honda: el dolor verdadero no desfila, no se exhibe. Habita los gestos callados, los rincones sin cámaras, la esquina tras la columna.
Y me enseñó también esto: que hay muertos que no figuran en el programa, que no ocupan el centro, que quedan fuera del plano. Pero su ausencia pesa igual. Porque no todo el dolor es visible. Ni todo lo visible, dolor.
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